La ciudad donde todo es posible tendrá fútbol de Primera otro año más
José Luis González González miró su cronómetro, se llevó el silbato a la boca y anunció el final de un encuentro que nadie quería seguir jugando. Se desató la euforia en toda Granada a excepción de los auténticos actores protagonistas, quienes seguían atentos al descuento en el Camp Nou, a pesar de lo improbable del gol de un Deportivo ya salvado. Y sí, la permanencia se convirtió en realidad.
Ha sido la peor de las cuatro temporadas. Y eso que, al fin y al cabo, la salvación ha terminado por lograrse de la misma forma que en la primera y la tercera de ellas: en la última jornada. Sólo la 2012/13 fue algo más tranquila, y tampoco demasiado. Este curso ha sido el más complicado porque ha estado embadurnado en penuria. La cada vez más abismal distancia entre últimos y primeros clasificados, no sólo Barça y Real Madrid sino Atlético, Valencia, Sevilla y Villarreal incluidos, puso los cimientos de un escenario dantesco: por más jornadas que un equipo acumulase sin sumar puntos, seguía estando vivo. Lo último que esta Liga ha matado es la esperanza matemática por salvarse. Un sueño eterno o una agonía imperecedera.
La planificación de la temporada fue extraña desde el inicio. Quique Pina buscaba dar un salto –siempre se busca dar un salto- y apuntó a Paco Jémez, que decidió seguir en el Rayo. Entonces reapareció una opción que siempre había agradado a Pina, la de Joaquín Caparrós. Se le hizo contrato de gran entrenador. Se le dio poder. Caparrós ha intentado ser durante su carrera –unas veces con más éxito que otras- una especie de Leviatán de Hobbes, encargado de garantizar la seguridad a cambio de sacrificar la libertad, el disfrute, el exceso. Caparrós, maquiavélico, señalaba el fin y obviaba los medios, justificando el pragmatismo.
En Granada salió bien en su inicio, con victorias ante Deportivo y Athletic, pero ponto se vino abajo porque chocó contra sí mismo. Resultaba incoherente ver a futbolistas como Sissoko y Yuste teniendo mil y una oportunidades poblando un mediocampo creativamente inerte mientras Javi Márquez dejaba marca en el “sillón” del banquillo. También Rochina sufrió esto, alternando lesiones y suplencias. Sin resultados, más allá de empates obtenidos a regañadientes, lo único que seguía era la Liga. El Granada se acercaba peligrosamente al infierno, y sólo la impotencia unos rivales con las mismas dificultades para puntuar imposibilitaba que se entrase en descenso.
Nadie quería ya a Caparrós. El equipo yacía inmerso en una depresión, que no pánico, sin vistas a mejorar. Su despido no llegó hasta una jornada para el final de la primera vuelta; al parecer, diferencias con el finiquito fueron el principal motivo de la tardanza, en un tema que tampoco ha trascendido. Como sustituto volvió Abel Resino, rodeado de confianza por su estrella en misiones contrarreloj y su anterior etapa en Granada, en circunstancias similares. Los rojiblancos ganaron en autoestima y comenzaron a jugar, cosa que nunca antes habían hecho. Se hicieron siete fichajes de los que sólo Rubén Pérez y Rober Ibáñez se llevan un papel importante. La efervescencia esperada no fue tal. La llama se apagó.
Al igual que ocurrió hace dos temporadas, Abel comenzó bien y acabó mal, solo que aquella vez acabó en Primera. En esta ocasión, la suerte amenazaba con ser distinta. La plantilla repetía una y otra vez un discurso de “no estamos muertos” que ya resultaba manido e inútil pues se seguían perdiendo oportunidades. La última, frente al Espanyol. Fue entonces cuando Quique Pina decidió ponerse la camiseta y entrar a jugar. Resino era destituido con el bagaje de no haber mejorado los números de su predecesor, dejando al equipo a seis de la salvación. Llegaba José Ramón Sandoval, un año después de ser cesado en el Sporting, con una sonrisa impropia para el berenjenal en el que se estaba metiendo. Sandoval dijo que se podía y Pina, que todo lo contrario “era imposible”. Ambos tuvieron razón.
Sandoval, que aún no ha renovado, debe estar en estos momentos huyendo de la ley porque algo ilegal debió inyectar a sus futbolistas, que súbitamente comenzaron a creer en ellos mismos. El de Humanes firmó un contrato inusual, por cuatro partidos con la misión de ganar como mínimo dos, y ganó tres. No sin dificultades, no fue un camino de rosas pero fue camino. Hacia el éxito, por supuesto.
El ‘efecto Sandoval’ queda reflejado especialmente en un futbolista: Youssef El-Arabi. Máximo goleador la pasada campaña, siempre ha sido discutido y no logró lucir con Caparrós. Para colmo, en una entrevista en Francia dejó entrever que quería dejar el club por uno mejor, y si era en el mercado invernal, mejor aún. Resino castigó esa falta de compromiso que el aficionado no perdonó y el marroquí cayó al ostracismo. Una de las primeras cosas que hizo Sandoval en Granada fue coger a El-Arabi y asegurarle que volvía y que el equipo le iba a dar cuatro ocasiones de gol por partido. Que tenía que meter por lo menos una, pero que las iba a tener.
Fue titular en Getafe y no metió una sino dos. “El-Arabi es nuestro jugador franquicia”, dijo su técnico en rueda de prensa convencido de que despertaba a un dragón domado. Volvió a marcar ante Córdoba y Real Sociedad en la “toma” de Anoeta. Contra el Atleti no fue necesario; el biscotto bastaba.
Es la historia de un milagro con sus nombres propios, especialmente los de todos aquellos granadinistas que no abandonaron Los Cármenes cuando había motivos para justificar la ausencia. Sandoval dio vida a un justo regalo, pues la parroquia rojiblanca, aunque decepcionada, nunca dejó de creer. Siempre acompañó al equipo; otra cosa es que por momentos la compañía quedase reducida a la sombra. Hoy, y durante un año más, la ciudad de Granada tiene lo que se merece: fútbol de Primera División. Porque se ha sufrido más que nunca.
Enhorabuena a todos.